Miraba pasar las tardes como si fueran ajenas
a ella, porque sentía que no tenía para dónde ir. Hacía mecánicamente cada
gesto de los que se necesitan para la supervivencia, hasta que el camino se
fuera achicando, hasta que llegara la noche.
Ninguna vez nadie,
nunca, logró consolarla. Tenía demasiados años de carga sobre sus hombros.
Había vivido más guerras de las que un cuerpo puede soportar y a las que puede
sobrevivir un alma sin volverse loca o triste.
Quizás en alguna parte
de ella las tardes eran dulces, porque se empeñaba en atrapar lo mejor de las
estrellas que estaban por venir, y del sol que acababa de irse. Vivía entre la
esperanza del ayer y la melancolía del mañana, como si en ese intento fuera a
llegar la verdadera vida.
Y de vez en cuando
lloraba para calmar la pena en una gota insuficiente de tristeza que no le
decía nada a nadie, ni siquiera a ella, que tenía la garganta seca de tanto
gritar sin ser oída.
Pero una tarde,
cuando la desesperanza se había hecho carne en sus anhelos más profundos, llegó
por fin la elegía tan temida y tan buscada del verdadero amor. Llegó con una
forma que nunca había imaginado, en un lugar extraño a sus territorios y a sus
ternuras: llegó desde adentro. Y supo entonces que nunca más estaría sola, porque
un corazón latía adentro suyo, completo, verdadero y absoluto como sólo
la vida puede serlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario